El beso
- Justine Hernández

- 17 oct
- 3 Min. de lectura
Justine Hernández

Estoy pintando una réplica de El beso de Gustav Klimt, y decir que estoy pintando una réplica es falaz y presuntuoso. En realidad, lo que hago es llenar un lienzo con pintura guiada por números: todos los unos de negro, los tres de rojo, los veinticinco de magenta. Pintura por números, como en los libros para niños. Es el segundo cuadro que pinto así, el primero era de una bailarina y fue un regalo para mi madre, ella lo expone en su sala como una obra maestra, al igual que hacen todas las madres con los dibujos de sus niños.
Der Kuss, su nombre original en alemán, es una pintura que siempre me ha gustado mucho, incluso antes de que se hicieran playeras, ceniceros y tazas con ella, antes de que se pusiera de moda llevar pinturas famosas impresas en totebags y yetis. Me gusta como brincan los colores, él cuadrado, ella redonda y yo, la que observa, ajena triangular voyerista. No sé de arte ni comprendo sobre influencias, periodos o estilos artísticos, pero entiendo de besos con los ojos cerrados, de abrazos que sostienen y de colores que brincan.
Me siento frente al lienzo armada con un paquete de pinceles y diminutos tarros de pintura numerados. Sigo las instrucciones. Trato de no salirme de los límites marcados, de llenar homogéneamente todos los espacios y no saltar al ocho si no he terminado el siete. Es una tarea silenciosa y solitaria. Un proceso detallado que genera muchas preguntas: ¿qué pensaría Klimt si viera su pintura así fraccionada, reducida a espacios blancos y sin forma definida, con un cuatro, un veinte, un catorce a la mitad? ¿debería levantarme y poner a lavar la ropa? ¿a quién se le ocurrió imprimir estos lienzos y lanzarlos al mercado para que personas como yo, llenemos las paredes de réplicas mal hechas de obras maestras? ¿anoté en el calendario la cita con el dentista? ¿cómo será que definen que el rojo es tres y el cinco turquesa? ¿debería ordenar mis libros en orden alfabético y no en: me gustó, no me gustó, no lo he leído? ¿enviarán el mismo número de tarritos de pintura en cada caja? ¿qué hay para comer? ¿qué pasa si se me acaba el azul a medio treinta y cinco? ¿ya son las doce?
Me emociono puerilmente cada mañana al ver menos números y menos blanco en esta tela, me felicito en silencio pero hago trampas; si no alcanzo a leer el número de un espacio pequeño lo pinto del color contiguo; aplico una plasta de pintura sobre el número indicador para que no se vea, como si no fuese evidente que esto es un pintapornúmeros, como si importara algo; hago el morado diecisiete después del verde trece porque me gusta más que el amarillo catorce, pequeñas transgresiones que reflejan mi tendencia natural a romper las reglas, incluso las autoimpuestas. Me reprocho la imperfección de las líneas, la distracción constante, la mala elección del pincel adecuado para cada trazo, el tiempo invertido en esto cuando deberiaestarhaciendoalgodeprovecho. Justifico mis errores condescendiente; si tuviera mejores pinceles, si la luz no estuviese en mi contra, si el seis no se confundiera con el ocho. Y me perdono.
Los expertos en arte han dicho que Der Kuss refleja un momento de intimidad, el poder del eros, la sumisión, la reconciliación entre los sexos, la entrega total y la pérdida inevitable que experimentan los que se aman. Mientras me reconcilio con el amarillo que nunca me ha gustado pienso en besos, en el latigazo eléctrico que los antecede como señal de precaución y fatalidad, en la mínima distancia que parece abismal al acercarme a otra boca, en el acto de rendición, en los besos como puerta, anhelo, evocación, aviso.
Los diminutos tarritos de pintura a medio terminar y los pinceles despelucados han regresado a su caja. El espacio condensado de preguntas y reflexiones numéricas y coloridas, que habité por unas horas al día ha sido destruido apocalípticamente, sin dejar rastros sobre el mantel.
Igual que algunos besos implosionan antes de saltar a la superficie.
La obra terminada yace sobre la mesa, sin ninguna utilidad.









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