Amar a una mujer es

Justine Hernández

Cerrar los ojos al borde del precipicio. Estar suspendida al borde de todas las preguntas, de mis preguntas, de sus preguntas.

Tocar la vida por un instante, ser un huésped, quedarse con los souvenirs de una historia y al mismo tiempo saberse un eco repetido hasta la eternidad.

Empezar el día con su nombre entre los labios y saborear cada una de las letras.

Huir de casa para encontrarla en la noche.

Revelar cada noche un cuerpo distinto, unir manos, encontrar recovecos, acomodar piernas y palpar miedos.

Descubrir que la estructura de su espalda junto a la mía es la base más sólida para sostener la mañana siguiente.

Bailar en dupla la danza del fuego, sin extinguirse.

Ser otra si escucho su voz decir mi nombre.

Reconocer mi reflejo solo cuando existe en su mirada.

Guardar tres secretos, dos frases de amor impronunciables, treinta y ocho caricias en los dedos.

Atesorar cosas sencillas, fetiches personales que condensan momentos y miradas… Una piedra, el postit que dejó alguna vez en mi escritorio, la semilla de chabacano que tiene dos letras escritas con tinta negra.

Mirarla con distancia del pasado y volver a amarla, con todos los detalles, con todas las manos, con todas las peleas, con todos los silencios, con todas las despedidas.

Amar a una mujer es habitar una caracola.